02 diciembre 2007

Sin trasbordos (en honor a mi Carmela)

La otra noche, una íntima amiga de mi hermana fue la primera en marcharse de una espléndida fiesta de cumpleaños. La anfitriona se permitió darle el consejo de que llamara a un servicio de taxi, aunque no quiso aceptar la sugerencia alegando que la boca de metro estaba allí mismo (no tenía ni que cruzar la calle) y que la línea que paraba allí, lo hacía también a escasos metros de su casa. “Sin trasbordos” dijo.

Cuando subió al vagón había una decena de personas, mayormente sentadas. Un rápido y analítico vistazo la hizo elegir el asiento que le pareció más seguro, probablemente por estar lo más alejada posible de los más jóvenes y ruidosos.

Una parada después, subieron varias personas, y un hombre de mediana edad se sentó junto a ella. Se mantuvo desconfiada en todo momento, aunque sin evidenciarlo. Pero sus imaginaciones eran cada vez más pesimistas y se estaba asustando sin motivo. Entró en una espiral de pensamientos negativos tremenda, mientras los pasajeros iban bajando, una parada tras otra, hasta dejarla a solas con aquel tipo sentado a su lado.

En cuanto el metro abandonó la parada anterior a la de ella, se levantó prematuramente para acercarse a las puertas, alegrándose de separarse de aquel hombre, pero sin haber manifestado ningún temor externamente, sin virulencia, a su modo de ver. Un minuto más tarde, el hombre se levantó igualmente y se acercó a la puerta adquiriendo la pose natural de quien piensa bajar de inmediato.

Entonces, irremediablemente, todas las alarmas de ella se dispararon. Se aceleró su pulso rabiosamente y empezó a sentir el sabor de la adrenalina en su paladar y en su lengua. Los vaivenes del tren hicieron que sus cuerpos chocasen en plena curva, y entonces, ella arrimó el bolso a su vientre con brusquedad. Ya sin disimulo, porque estaba casi desesperada, abrió su bolso y comprobó que su cartera….. no estaba!

Revisó incrédula la ausencia del billetero, explorando el bolso hasta el fondo, donde… lo único que había… era un peine púa. De repente, impulsada por una inercia previa a cualquier pensamiento, empuñó el peine, se acercó al viajero y le hizo sentir el afilado mango con presión, en su costado, diciéndole “mete la cartera en mi bolso inmediatamente”.

Para cuando ella se dio cuenta de lo que sucedía y tomaba conciencia de cual estaba siendo su reacción, el hombre soltaba la cartera en el bolso, el convoy llegaba a la estación y su corazón bombeaba sangre al doble de la velocidad habitual. Las puertas se abrieron, y ella salió corriendo sin volver la cabeza en ningún momento, sin saber si era perseguida o no, sencillamente concentrada en adquirir toda la velocidad que su calzado y su ropa le permitían. Subió corriendo por las escaleras mecánicas, sumando velocidades, hasta llegar a la calle, tan solo a media manzana de su portal.

Llegó temblando a su casa, apenas podía atinar con las llaves en la cerradura y, cuando consiguió entrar, golpeó la puerta con fuerza, como si pudieran seguirla a dos pasos de distancia. En el otro extremo del pasillo, su marido la aguardaba con una sonrisa gentil. Las primeras palabras que le dijo fueron:

“No sabes qué susto he pasado”A lo que su marido le contestó sin perder la sonrisa del rostro:

“Puedo imaginarlo. Te has olvidado el billetero en la mesita de noche”.

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